lunes, 18 de octubre de 2010

El Mostrador: Termoeléctricas a carbón: por qué y para quiénes

Por Rodrigo Bórquez

El caso de la termoeléctrica Barrancones estableció un antes y un después en la discusión energética del país, pues ha dejado en claro el deseo ciudadano de dotar al país de una matriz eléctrica limpia, así como trabajar por la conservación medioambiental del territorio nacional. No obstante, este conflicto está muy lejos de ser el último de este tipo, ya que aún quedan en calificación ambiental seis proyectos termoeléctricos a carbón por evaluar, los que suman una inversión cercana a los US$ 7.574 millones y corresponden a un total de 4.254 MW. De ellos, al lo menos el 83,3% presenta algún tipo de conflicto, sea éste de carácter social, medioambiental y/o económico.

La pregunta que surge ante esta marcada tendencia es ¿por qué se privilegia este tipo de centrales? La respuesta es la misma que rige para cualquier sistema económico: el precio. La generación eléctrica en base a carbón en la actualidad es cerca de un 30% más barata que la generación a gas, y un 60% más económica que aquella sustentada en petróleo y sus derivados. Además, según las estadísticas de la CNE, este tipo de centrales requiere uno de los niveles de inversión más bajos del sistema, cercano a US$1,7 millones por cada MW de potencia, lo cual -desde la lógica del mercado-, ha potenciado tanto su operación como su eventual desarrollo. El problema es que esta fuente energética tiene asociado una serie de impactos socioambientales y económicos, los que no forman parte de esta valorización, por lo cual se sobrestiman sus cualidades en términos de costos.

La pregunta que cabe hacer es: ¿quién necesita tanta electricidad, y en especial, de tales características? Claramente, no es la población ni el sector público quienes sustentan el actual axioma de crecimiento económico, ni menos el argumento que plantea triplicar la capacidad instalada del parque generador al año 2030. Por el contrario, es el sector industrial y minero el que plantea estas necesidades; en la actualidad la minería consume cerca del 66% de la electricidad total generada en el país, es decir, el triple del consumo público y residencial, sectores que sólo representan el 18% de la demanda total a nivel sectorial. Considerando que resulta casi imposible pensar que la población triplique sus necesidades energéticas en un periodo de dos décadas, queda claro que será el sector industrial y minero quien protagonizaría este meteórico aumento de la demanda.

Ante estos hechos, resulta evidente que el modelo económico nacional subsidia de manera casi directa no sólo a las empresas de generación eléctrica intensivas en el uso de carbón, sino también a la industria y minería a gran escala, puesto que no les exige ningún requisito ni el funcionamiento bajo parámetros que podrían colaborar en este sentido. Por ejemplo, un sistema de internalización de costos en el caso de las generadoras, o el establecimiento de programas de eficiencia energética e incentivos a la inversión en tecnologías de autoabastecimiento mediante fuentes de ERNC para el sector privado. Esta situación ha permitido el funcionamiento de un sistema que privilegia la maximización de utilidades por parte del sector privado, mientras al mismo tiempo externaliza de manera directa sus costos.

Entonces, ¿quiénes son los verdaderos beneficiados de ésta termoelectricidad económica? Ni los pobladores de las comunidades de Coronel, Huasco o Puchuncaví, ni los pescadores artesanales y, menos aún, la biodiversidad y ecosistemas del país, se encuentran dentro del selecto grupo de beneficiados, aún cuando sobre ellos recaen los múltiples costos socioeconómicos y ambientales que implica la lógica de crecimiento actual del país, sustentada en gran medida por la operación de este tipo de proyectos.

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martes, 5 de octubre de 2010

CIPER Chile: Los mitos de la democracia chilena al desnudo en libro de Felipe Portales

En pleno festejo del Bicentenario el sociólogo Felipe Portales publicó el segundo tomo de Los mitos de la democracia chilena, una obra que pide moderación a la celebración patria y nos recuerda que una y otra vez el Estado ha recurrido a la violencia para mantener el orden. Portales muestra que la democracia es una señora poco querida por todo el espectro político que recurre al cohecho sin reparos. Entre los ejemplos notables que incluye este libro hay que destacar un editorial de El Mercurio contra el sufragio universal que deja helado. También sorprende como la violencia sucede y se olvida y vuelve a suceder. Portales muestra que guardamos varios cadáveres en el desván de nuestra República. Y de esa habitación a la que casi nunca queremos entrar, Portales rescata la matanza de La Coruña, crimen político que, según el autor, casi fue borrado de la historia. Esa capacidad chilena para borrar y olvidar la historia e inventarse un brillante y demócrata pasado, es uno de los fenómenos que más impacta a este investigador. “Es esperable que en todos los países haya una distorsión de la mirada histórica, una idealización del pasado para reforzar la identidad nacional, pero me parece que en Chile eso se ha exacerbado”, dice.

-¿En qué pudo observar nuestra distorsión histórica?
Por ejemplo, en el registro y la ninguna relevancia que se les da a las masacres. En el periodo que abarca este libro hay una que prácticamente despareció de los textos: la matanza de La Coruña, ocurrida en 1925, la segunda mayor masacre en la historia de Chile después de la de Santa María de Iquique. Según las distintas fuentes murieron ahí entre 300 y 600 personas, pero ese hecho no está registrado ni siquiera en muchas obras actuales. Curiosamente, Gonzalo Vial la analiza bastante in extenso, pero hay muchos que no la mencionan. Ausencias como esas, de las que hay muchas, van ayudando a generar el mito de que Chile ha gozado de una democracia paradójicamente desde el mismo 1925. Quizás se intuye que la historia es muy dura y muy distinta a la que conocemos y justamente por eso no se quiere entrar en ella.

-El presidente Arturo Alessandri (1920-1925) no queda bien parado en este libro. Tampoco la Constitución de 1925 que usualmente se cita como más democrática que la actual.
Respecto de la Constitución, lo que ocurre es que ese es un texto que fue impuesto. No se elaboró a través de una Asamblea Constituyente, como se había prometido, sino que la hizo un grupo reducido, nombrado a dedo por Alessandri. Y hay testimonios de que, en los temas cruciales, Alessandri siempre impone su punto de vista. Luego, para que fuera aprobada, recurrió a la presión militar y finalmente fue ratificada a través de un plebiscito que no cumplió con ninguna de las condiciones básicas de una elección libre. De hecho ni siquiera fue secreta porque los votos eran ¡de colores! Y lo peor es que cuando Hans Kelsen, un famoso constitucionalista clásico alemán, revisó el texto, fue lapidario: dijo que tenía disposiciones que estaban muy cerca de una dictadura.

-Sin embargo, junto con esa Constitución se establece el sufragio universal y un mecanismo para evitar el cohecho.
Es verdad. Pero como el resultado de esa primera elección no le gusta a la elite, restablecen el cohecho hasta 1958, es decir durante 33 años más.

-¿Qué pasó en esa primera elección?
Que José Santos Sala, un candidato que sólo apoyaba el Partido Comunista y partidos menores, sacó cerca del 30% de los votos. Eso aterrorizó al establishment y al mes siguientes hicieron un decreto en el que se volvía a autorizar a los partidos a hacer sus propios votos, lo que permitía el cohecho. Ese sistema se siguió usando hasta la elección de 1958, cuando por primera vez tenemos un sistema electoral que respeta la opinión de la gente y no la distorsiona. Hasta ese año siguió operando el cohecho.

-¿Cómo funcionaba el cohecho?
Fundamentalmente se le permitía a los partidos que produjeran sus propios votos. Y los votos eran distintos de modo que el apoderado del partido, en el recuento, podía chequear voto a voto quienes habían cumplido con su compromiso. Luego llevaban a los votantes a la secretaría política para pagarles.

-En su texto usted cita un editorial de El Mercurio muy impresionante. Allí se afirma que si no existiera el cohecho, pasaría algo peor: que la masa ignorante que “apenas sabe dibujar su firma”, entregue el poder a gente que les quite el capital.
Ese es el miedo característico que provocan los sectores populares. Y ese temor está presente también en los sectores medios que ven con pavor a esa masa que no tiene casi nada. Eso explica por qué el Partido Radical acepta y consolida el cohecho. O sea, no es sólo la derecha tradicional, con El Mercurio y el Diario Ilustrado, sino también los partidos de clase media. Por otra parte, los partidos de izquierda no están muy conscientes de la necesidad de cambiar el sistema. Incluso recurren al cohecho, aunque en una escala menor. Finalmente el respeto a lo que la masa opina no parece ser muy importante para nadie. Lo que no es extraño porque en ese entonces socialistas y comunistas no apreciaban las democracias y sufren radicalizaciones que no se concretan en avances democráticos reales. Solo la Falange Nacional planteará que es necesaria una “cédula única” para votar, pero a partir de los ‘50 cuando se ve claramente que son el partido más perjudicado.

-Leyendo la editorial de El Mercurio me acordé de algo que sostiene el abogado Fernando Atria: que la Constitución del ‘80, a través del sistema binominal, los quórum y el Tribunal Constitucional, lo que pretende –y logra con éxito- es quitarle poder a la mayoría. Me acordé de eso porque ese editorial de El Mercurio muestra que la elite ha tenido siempre presente la idea de controlar los “riesgos” del voto universal.
Sí. La derecha ha sido coherente en buscar que los que “apenas dibujan su firma”, no puedan elegir. Siempre ha tenido claro que el sufragio universal es malo. Y lo cierto es que han logrado, con la Constitución que hoy tenemos, que se conserven las formalidad de la elección pero no sus “riesgos”. Jaime Guzmán, uno de sus artífices, fue muy gráfico al explicar lo que quería. Dijo que era mejor diseñar un sistema que permita que gobiernen los otros, pero en una cancha donde no se puedan hacer cosas muy distintas a las que nosotros haríamos. Ese rayado de cancha explica muy bien por qué seguimos viviendo en el Estado neoliberal y autoritario que dejó Pinochet, pues el sistema hace imposible hacer otra cosa que las que la derecha habría hecho. A eso hay que agregar un ingrediente que Guzmán ni siquiera se imaginó: que la Concertación tuvo tal viraje en sus concepciones económicas, culturales y sociales, que abandonó sus proyectos de modificación profunda del sistema social. Lo cierto es que el liderazgo de la Concertación, de manera pacífica, consolidó y legitimó lo que la dictadura impuso a sangre y a fuego. La derecha ha mostrado ser muy consistente. En cambio, la centro izquierda es una cosa más gelatinosa y no ha entendido mucho lo que significa ser demócrata.

-El mito dice también que la clase media ha sostenido la democracia en Chile, pero en su libro aparece muy dispuesta una y otra vez a mirar para otro lado en función del orden.
Claro, la dictadura de Ibáñez es un ejemplo. A él lo apoyó la oligarquía pero el sostén más directo está en el Partido Radical y el Partido Demócrata. En general, todas las fuerzas políticas, cuando llegan al poder hacen lo mismo: para preservar el orden violan la Constitución sin ningún problema. Muchas veces, por ejemplo, uno encuentra sólidos discursos de los radicales en contra de los abusos. Por ejemplo, cuando está la discusión de la Ley de Seguridad Interior del Estado los radicales dicen que es “la muerte de la democracia”, que es “la ley orgánica del fascismo”. Dos años después, cuando llegan al poder, no sólo no modifican esa normativa sino que agregan nuevas leyes restrictivas.

-Eso es un poco lo que le ha ocurrido hoy a la Concertación con los mapuches. Varios dirigentes se arrepienten de haber aplicado la Ley Antiterrorista contra los mapuches cuando fueron gobierno.
Claro. Fuera del poder se vuelve al discurso demócrata.

-¿Qué encontró usted sobre la relación entre chilenos y mapuches?
Algo interesante es que hay un período muy poco conocido en el cual Chile hace un intento de integración pacífica de los mapuches. Eso dura hasta 1860 e incluye comisiones a la zona en las que participa hasta Antonio Varas, en 1849. Durante todo ese periodo se reafirma que lo que hay que hacer es buscar la integración pacifica de los mapuches y se escriben textos resaltando las virtudes de ese pueblo. Ignacio Domeyko se queda un año en la zona y hace un libro muy apologético. En el mismo tono escriben Lastarria y Vicente Pérez Rosales: hay que integrar al mapuche pacíficamente. Pero de repente esto gira en 180 grados. Y todo lo positivo que se atribuía a ese pueblo pasa a ser demonizado.

-¿Por qué?
Entre otras cosas porque hay un boom del precio del trigo a nivel mundial y el valor de la tierra sube exponencialmente. Entonces, la oligarquía chilena ve estas 10 millones de hectáreas que ocupan los mapuches y dice, “tenemos que ocuparlas”. No es el único factor pero es decisivo, pues lleva a argumentar que estos salvajes están mal usando ese territorio. Entonces se empieza a deshumanizar al indígena, se lo trata de bárbaro. En eso la prensa fue es muy importante. El Mercurio de Valparaíso, por ejemplo hizo una campaña de varios años, sistemática y colaboró mucho en dar vuelta la concepción que se tenía de los indígenas como seres valorables.

-Después de leer la cantidad de muertos que ha costado mantener el orden en Chile, queda la sensación, constantemente olvidada, de que el recurso a la violencia no empieza con Pinochet, que es más bien parte de una larga tradición.
Él la exacerba, pero la violencia es un rasgo que está en nuestra forma de ser.

-¿De dónde viene eso?
Uf, quien sabe. A veces parece que esa mentalidad viniera de la Guerra de Arauco. Este es el país más violento de toda América. En el resto del continente los indígenas fueron sometidos rápidamente, aquí no. Chile es una sociedad de frontera, con una guerra permanente, que a veces es abierta, pero que muchas veces está latente. Y era una guerra muy compleja porque había indígenas a ambos lados y se pasaban de un bando a otro. El caso de Lautaro es un gran ejemplo: un indígena domesticado que mata al conquistador. Es como un enemigo interno.
En la historia chilena hay un recurso permanente a la violencia. Se trata de no usarla, pero se llega a ella tarde o temprano En Santa María de Iquique el coronel Silva Renard, que ordenó disparar a la multitud, estima que hay unas 7 mil personas. Igual ordena abrir fuego. Las cifras sobre las víctimas varían entre 200 y 3 mil personas, pacíficas, sin armas. Creo que es e la peor matanza de la humanidad en tiempos de paz: por el número de víctimas y por lo pacífico del movimiento.

-¿Cree usted que sea violencia puede reaparecer?
Creo que la parte positiva de la dictadura, por decirlo de alguna manera, es que la lucha dada por las familias de los detenidos desaparecidos y por los torturados marcó un quiebre histórico en esa forma de reaccionar. Antes las masacres se olvidaban de inmediato, todas. Y ni siquiera había registro. Algo hemos avanzado en estos 200 años. Sin embargo, después del terremoto me encontré en un texto en la página editorial de La Nación que decía que había que fusilar en el acto a los que estaban robando… Es decir, en el diario de gobierno, durante Bachelet se decía eso… Frente a muchos problemas tendemos a pensar que se solucionan con violencia.

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